Monday, April 24, 2006

El guerrero y la princesa
Abril/2006

Popocatépetl era un guerrero azteca. Apuesto, fuerte y apasionado. Iztlaccíhuatl una bella princesa de piel blanca y hermosos ojos de obsidiana. Él tenía 25 años, ella 16. Estaban enamorados. Sus miradas tiernas y corazones frágiles habían conquistado el destino de un sueño.
En una noche de abril iluminada de estrellas Iztlaccíhuatl y Popocatépetl encontraron la piel y sellaron la promesa de un amor eterno reflejado en el espejo negro de sus almas.
Pero el amor del guerrero y la princesa se convirtió en un sacrificio de sangre, en un sagrado rito espiritual que quedó enterrado y que el fuego evaporó. Y lo elevó en humo. Y entre incendios el beso eterno llegó al cielo.
El padre de Iztlaccíhuatl se oponía a este amor conquistado en magia. Nunca estaría de acuerdo en que la sangre de una princesa se mezclara con el rojo que tiñe las flechas en tiempos de guerra. Por ello el jerarca azteca envió a Popocatépetl a una batalla al Sur, donde el enemigo era cruel y pocas eran las esperanzas de un retorno victorioso. El papá de la princesa le prometió al guerrero que a su regreso le entregaría a su hija en matrimonio.
Pasaron muchas lunas y muchos soles. La sangre se derramaba al Sur. La noticia falsa llegó a Iztlaccíhuatl: que su amado había muerto en batalla. Y entonces un pretendiente, el mismo que daba por muerto a Popocatépetl, la convenció de que se casara con él.
Más lunas y más soles pasaron, la batalla en el Sur fue ganada y el guerrero regresó. Pero la piel de la amada princesa ya era del rufián que la había engañado. Ni la lanza más filosa, ni el puñal más traicionero de los combates pudo causarle más dolor que aquel mal de amor.
Popocatépetl se suicidó. Tomó de su cintura el elegante puñal de piedra que él mismo había moldeado y se lo clavó. Directo al corazón.
Iztlaccíhuatl no tuvo tiempo de explicar, de decirle que no había hombre que los Dioses hubieran creado para llenar su alma como lo hacía él. Corrió hace el cuerpo ya inerte de su amado. Le sacó el puñal manchado en rojo y unió esa sangre a la suya. Directo al corazón.
Los Dioses fueron testigos de aquel amor puro y decidieron convertir a Iztlaccíhuatl y Popocatépetl en enormes montañas, para que siempre estuvieran juntos, para que todos recordaran ese gran amor, el amor convertido en fuego y que sale de sus entrañas. Así cuenta la leyenda.